martes, julio 09, 2013

"Que sea de banana por favor"

“Que sea de banana por favor”- (Gómez Delivery, final, final)


Me sigue asombrando la dureza y aguante de las mujeres de mi barrio. Una vecina, morocha enorme, le gritaba a otra:-“¡A vos y a tu marido los voy a cagar a palos a los dos juntos! ¡Traémelo nomás! ¡Estaré embarazada pero no inválida!”

Intuyo que mi compañera va adquiriendo algo de esa resistencia.
Posiblemente esa actitud se corresponda con la fuerza de las circunstancias, las que a veces pueden más que años de terapias o tratamientos psicológicos. En muchas oportunidades, el tener que enfrentarnos con nuestros más terribles miedos de forma cruel, despiadada, alevosa, nos obliga a que los podamos superar. Felisa, por ejemplo, viviendo apenas unos meses en casa, logró dominar su pánico a las arañas.


Van dos meses entre el sopor del trabajo en la obra y un verano rosarino indolente.
Cuando uno más está desesperado por una buena ducha de agua fría, coincide con el horario de menos presión de agua. Por tanto el agua no tiene fuerza como para subir hasta  la ducha. Débilmente llega hasta la canilla baja, esa que supuestamente está colocada para cargar baldes o fuentones. Uno tiene que desparramarse por el piso como un gusano para mojarse la cabeza, o contentarse con refrescar los huevos.
A Felisa, con su enorme panza de 7 meses de embarazo, le cuesta más realizar tantas contorsiones en cuclillas. Usa una jarra, o espera horarios en que el agua tenga mayor presión, 1 o 2 de la madrugada.
Pero cuando el calor en la obra  ya causó estragos en mi ánimo, lo que más deseo son los licuados con hielo que Felisa prepara a las 5 de la tarde. ¡Cómo espero esos licuados!
Ella en cambio, espera otra cosa de mí. Es que está leyendo cuanta literatura haya sobre consejos pre y posnatales. Su conclusión entre tanta lectura es que hacer el amor para una embarazada es muy conveniente, ya que se relaja y libera endorfinas que el bebé recibe de alguna manera (¿). También me amenaza con que luego del parto, durante 4 meses, la mujer no tiene deseo sexual.
Me parece sospechosa tanta teoría apuntando hacia lo mismo. Tal vez me convenga hacer algún filtro de sus lecturas. No obstante me pongo en acción.
Siendo mi compañera muy menuda, en forma casi repentina adquirió la forma predicha por el médico: “las petisas enseguida quedan pura panza”. De modo que acostumbrado a su anterior fisonomía, el acto sexual ahora es casi un desafío a “jugar a hacerlo” con una pelota playera atada a su cintura.
A favor está el hecho de que siendo desde siempre sus pechos bien formados, ahora están descomunales.
Mi actuación me deja siempre con muchas dudas. Pero ella parece quedar conforme. Me confirma que la “gimnasia” le está haciendo muy bien en diversos aspectos, tal como lo prescriben sus lecturas. En una oportunidad puso como ejemplo que luego de estar “atorada” dos días, había logrado “ir de cuerpo”.
En definitiva, seguimos en armonía con la ciencia prenatal y, fundamentalmente, sigo recibiendo mi licuado de las 5 de la tarde.


Milton, Tahiel, Nehuén, Ciro, o Yaco, desde hace 7 meses está entrenando fuerte, pienso, para alguna Olimpíada de Kid Boxing. No para de “hacer bolsa”, pero en su caso, metido en ella. Todas las noches me acerco a él para contarle las novedades de la construcción de la obra, pero creo que no me escucha. Persiste, concentrado, en su disciplina.

"Parecía que iba a sobrar"

“Parecía que iba a sobrar"


Brian me acompaña con su charla mientras hago el asado. Alguien que pasa en moto lo saluda de lejos. Él contesta con un gesto, y me dice entre dientes: “Esa  moto la robó la semana pasada. La usa para hacer arrebatos, asaltar.”
Le pregunto si todos los choros del barrio lo saludan, o son amigos. “-No-, me dice – amigos no. Conocidos de toda la vida. De chiquitos. Pero están todos reduros, con unas caras de pasados. Y nos saludamos igual. Qué se yo”.
Para Brian y su familia es ventajosa la situación de ser tantos y haber vivido toda la vida en el barrio. Difícilmente los toquen o hagan daño.
Una vez le ofrecieron a Brian una bicicleta playera.-“Está muy buena. La tengo “marcada”. Es roja y azul”- Le habría dicho un “conocido”.
Por “marcada”, se entiende que aún no la robó, pero sabe dónde y cómo hacerlo. La descripción de la bicicleta le resultó familiar a Brian:-“¿De dónde es esa bici?”´- preguntó.
-“De por acá, a dos cuadras. Todas las mañanas está atada a un árbol”. Le contestó el “conocido”.
-¡Boludo! ¡Esa es la bici de mi hermana! ¡Ni se te ocurra tocarla!
El sujeto quedó muy contrariado y afligido: -“¡Uy! ¡Perdón!, ¡No sabía que era de tu hermana! Perdón, perdón. No dije nada.

Todos parecen trabajar sin pausa, pero siento que no pierden detalle de los cambios de color y aroma de la carne.  
Acontece un fenómeno tan repentino como espectacular y mágico.
Pese a que el día está calmo, surge un brusco cruce de vientos  frente a mis narices que la emprende contra la sombrilla de tela que yo había atado a la parrilla. Este minúsculo huracán o monzón recorre algunos metros y apenas dura unos segundos. Son suficientes  para elevar la enorme sombrilla, hacerla danzar como una bailarina, a los saltitos y girando sin perder su posición vertical, invertir su forma acampanada hacia arriba, y, finalmente, la muerte del cisne, lanzarse contra un tejido de alambre donde se desintegra por completo.
Todos quedamos atónitos.
Mientras tratamos de entender el fenómeno o meteorito, Chuck Norris recuerda que cuando él era joven, un baño aún con el cemento fresco que él estaba terminando de hacer en un descampado rural, en segundos, implosionó completamente por un breve remolino de viento. En aquella oportunidad apenas le dieron la vianda, un sándwich, y lo echaron culpándolo del derrumbe.
Yo sigo haciendo el asado, ahora al rayo del sol.
Hay una ley que se cumple inexorablemente y esta no es la excepción. No importa dónde el asador se ubique, el humo del fuego siempre va hacia su rostro.
Para la comilona montamos unos tablones cubiertos con papel madera. Felisa, mi compañera, va llevando ensaladas, bebidas, hielo, mayonesa, pan. Yo, triunfal, emplazo en forma repartida chinchulines con ajo y chimichurri, chorizos, morcillas, y varios kilos de corte Mar del Plata común, todo en su mejor punto, bien cocido, tierno y jugoso.
Durante la comilona me entero que dos líneas de colectivos ya no llegan al barrio de noche. Hace unos días un chofer fue acuchillado en la “punta de línea” próxima a mi casa.
Les cuento que un día, regresando en bondi al barrio, venía sentado a mi lado un flamante exconvicto. El pobre diablo estaba tan excitado por su reciente liberación, que de a ratos caminaba por el pasillo del colectivo y se volvía a sentar. Como prueba de su estadía en presidio, me mostró el acta de liberación firmada y sellada hacía media hora y los antebrazos totalmente cruzados por cicatrices sucesivas.
Uno de los hijos de Chuck Norris me explica que los presos se laceran a propósito para que los lleven al Juzgado. La intención verdadera es que los trasladen, ya sea porque los guardias o los otros presos se la están haciendo pasar mal, o para ir a otra cárcel donde tienen amigos o parientes. Es raro esto de que haya que auto flagelarse para  que la Justicia se ocupe de uno.
Charles Bronson (Chuck) apenas puede sostener los cubiertos. Tiene las manos llagadas por el uso de cal en otra obra.
Hacemos intercambio de recetas humectantes para manos.
Mis consejos: apelar al Dermaglós cicatrizante, Mentisán,  jugo de la planta de aloé o, luego de humectarse con alguna crema, ponerse guantes de látex durante varias horas.
Los remedios de Chuck, un tanto más rústicos: pasarle a las zonas erógenas afectadas  grasa animal bien caliente, o frotarles una cebolla recién cortada.
Terminado el asado, nos despedimos todos satisfechos, alegres, sintiéndonos más amigos que antes.

¿Otro asado más?

¿Otro asado más?




La obra avanza.
Transcurridos dos meses estoy plenamente acostumbrado al horario de los albañiles. Levantarse  y desayunar temprano para empezar a trabajar a las 6.
Puedo ver quienes circulan por mi calle a esas horas.
Regresan a sus hogares en mi barrio delincuentes ladrones de casas y personal de vigilancia privada.
Y  salen a ganarse el pan albañiles, jardineros, cortadores de césped, cartoneros y sobre todo, empleadas domésticas para atender hijos y casas ajenas.
Casi todos, además de vivir en mi barrio, coinciden en ir o volver de los mismos sitios: los barrios residenciales y countries cercanos.
Brian llega a la obra siempre tarde y con cara de sueño. Luego se queda deambulando al pedo, desganado, tironeado por los hermanos. Por verlo haciendo algo le enseño algunas cosas de herrería: soldar, cortar y doblar caños…
Brian, con 18 años, es el menor de los hermanos, el benjamín mimado de la familia. Tiene su historia. Maravilla del fútbol desde los 5 años, goleador de la liga infantil rosarina en varios campeonatos, con contrato, todo pago, reclamado por varios clubes, incluso el Atlético Valladolid, ni bien tuvo novia a los 16 años dejó todo, no entrenó más, y se complicó con un hijo.
Durante su infancia fue aquella promesa de futbolista con el futuro soñado. Ese que uno imagina distante de los problemas económicos que angustian al resto de los mortales. Es lógico que  su familia se hiciera eco de tamaña ilusión. Y sin que se lo expresen  abiertamente, le deben hacer sentir la decepción de todos.
Como admite Javier, luego de que lo “agarró esa”, tuvieron el hijo, y Brian dejó los entrenamientos, les costó a todos casi un año volver a dirigirle la palabra. Y se cargan de pena silenciosa cuando lo ven de peón de ellos mismos, acarreando baldes de arena y cemento.
Con mi guía, Brian hace sus primeros objetos de hierro. Está tan contento que recupera cierta autoestima perdida. Ahora sueña con su propio taller de herrería.
Víctor, el papá, (o Charles Bronson, o Chuck Norris) también está feliz. No hay oportunidad que no me hable de su interés en que los hijos no sean peones albañiles como lo fue él durante tantos años.
Yo doy cabida a mi propio sueño. Concretar un parrillero propio.
A éste lo hago de patas de hierro, una plancha de hierro y cemento, y ladrillos por encima unidos con barro. Todo bajo las estrictas indicaciones de Javier. También me explica que para que el barro se afirme y endurezca, es necesario hacer fuego. En definitiva, hacer un asado.
Aunque me parece tendenciosa esta última indicación, anuncio un asado para el sábado.
Luego de 7 años de construcción de mi obra, este va a ser mi primer asado hecho de parado, erguido, cómodo. Basta de tener que reclinarme entre matorrales. Para mí es suficiente razón para festejar.
Ya es sábado, y hay siete hombres trabajando. También esperando el aroma de la carne a las brasas.
Nunca vienen tantos albañiles como cuando hay asado en cartel. Si hubiera hecho muchos asados, la obra habría avanzado en forma impresionante.
A veces, creo, hacer una obra, una construcción en Argentina, es todo un gran montaje con la única finalidad de activar la parrilla.
Pregunto por Brian. El que la otra vez había hecho comparaciones sobre el embarazo de la hermana, se refirió a su hermano menor en los siguientes términos:- “No te preocupés. Ese es como los perros. En cuanto vea el humo y sienta el olor a asado, aparece solo”.
Aprovechando tantos brazos disponibles, nos decidimos a colocar la cámara aséptica. Ésta consiste en dos recámaras superpuestas de cemento de unos 100 ks. cada una. La altura total llega a 1,20 m. y deben ser enterradas totalmente bajo tierra.
Más insoportable que el tremendo peso y la incomodidad resultan los vahos pestilentes por las cercanías con el desagüe del inodoro y el pozo ciego.
Logrado el objetivo entre todos, “Charles Bronson”, animado, se despacha con una cátedra sobre la “Importancia del Declive Exacto, para que la materia fecal y los bollos de papel higiénico no traben la tubería”. Mientras hace su conferencia de “mierda”, yo empiezo el fuego para preparar las brasas.
Exactamente en el mismo momento, por la esquina, se aproxima Brian caminando.

"Sexo, alcohol y cumbia"


“Sexo, alcohol y cumbia” – (Gómez Delivery, final, final)


A las 6 y 30 de la mañana, doña Esther, la vecina de enfrente, da unas palmadas de llamado próxima a mi portón de entrada.
Pide hablar con “la señora”. Le digo que no está.
Doña Esther camina unos pasos por la vereda y se introduce en la parte trasera de mi casa aprovechando un hueco del tejido de alambre. Se desplaza balanceándose y a los tropezones, por su edad, su obesidad y los escombros, maderas y ladrillos que cubren el pasto. Además está perdida. Parece no saber lo que hace. Viste un camisón rojo que deja ver las pantorrillas moradas y deformes de várices.
Doña Esther toma los lentes oscuros de Javier, el albañil, y se los coloca. Hace ademán de colocarse el casco de moto.
Me acerco rápido a ella y le pido cuidado con los lentes. Que son ajenos. Por primera vez la veo bien de cerca. Hasta ahora, a distancia, sólo había reparado en sus ropas harapientas, y el pelo canoso, lacio, cortado en duras rectas. Por un segundo, ella parece enfocar sus ojos en una dirección cierta, hacia mí. Sonríe. Tiene ojos de un azul profundo insertos en una tez aindiada. Tal vez fue una bella mujer.
Ahora refleja las consecuencias de años de alcoholismo, carencias y peleas con el marido.
Ella suele salir con un changuito de supermercado a “cartonear” por el barrio. Su casa a veces tiene aspecto de  quema o desarmadero.
Don Chicho, el marido, enfermo crónico de cirrosis, alterna las internaciones en el hospital con grandes trancas de vino o fernet. A él se le da por encerrar a Esther y tal vez pegarle. A ella se le da por gritarle cosas irrepetibles que se escuchan en toda la cuadra. Por eso conozco bien la voz arenosa, gastada y con cierto acento norteño de Esther.
A veces, las peleas culminan con un patrullero en la puerta.
En otras ocasiones, las borracheras de ambos desembocan como ahora, con Esther deambulando,  perdida y Don Chicho encerrado en la casa, o viceversa.
Le imploro que se retire. No es un lugar adecuado para que ella esté en el medio. “Los muchachos” van a empezar a trabajar en la construcción.
“Los muchachos” la conocen  desde hace años. Ellos nacieron y se criaron a media cuadra de mi casa. Siempre vivieron en el barrio.  Y fueron ellos, durante el pescado asado,  quienes me confiaron que entre sus recuerdos de infancia, Don Chicho y Esther habían dejado formidables huellas.
Me entero que ambos nunca tuvieron problemas de hacer sus necesidades en cualquier lugar del barrio donde aflorase la impronta intestinal. A cualquier hora y por donde anduviese, para alivianarse de líquidos, Esther simplemente se acuclillaba, oculta sus partes por tanta pollera acampanada.
Y en veranos anteriores, la pareja solía armar una pequeña pileta de lona plástica en plena vereda pública, a la sombra de un álamo.
Chapoteando en el agua y bebiendo durante horas, Don Chicho y Esther terminaban descontrolándose al punto de desembocar en escenas de sexo explícito ahí mismo, a la vista de todos, en la piletita y contra el álamo.
Otros tiempos.

                                                                                                Víctor Gómez