jueves, julio 06, 2006

Malditos ladridos


   Ya hace tiempo que la temporada Primavera-Verano cedió su paso a la de Otoño-Invierno.

   Por aquel entonces la moda en mi barrio difería notablemente de la del centro.

   En cuanto a las chicas, lo mas destacado por supuesto, era el uso de la “panza embarazo”. Tanto eco tuvo esta moda que se extendió al invierno. Otro detalle de furor que se prolongó fue el lucir varias criaturas tratando de seguir el paso o recién nacidos colgados de la teta.

   Una prenda característica en este último tórrido verano fue la remera recogida hasta debajo del busto. De esta forma los vientres se aireaban, y a la vez se ahorraba la compra de un top.

   El verano en la piel dejó al descubierto nombres de novios y maridos como marcando una esclava pertenencia en pleno siglo XXI, tatuados en torpes grafismos y adornados de moretones y cicatrices, seguramente de la misma autoría.

   También marcó tendencia la ausencia o exclusión de prendas. El vestir de pies a cabeza motiva aún hoy, miradas de recelo y desconfianza y el detalle a cuidar es el circular en cueros, o descalzo, o ambos.

   También existen marcadas preferencias en cuanto a la dieta de los habitantes. De esto di cuenta cuando procuré infructuosamente conseguir acelga, chauchas o espinaca. Ni hablar de brotes de soja. Las pequeñas verdulerías de mi barrio se dedican a comerciar sólo papas, cebollas y alguna que otra fruta.

   La gente en cambio, se agolpa en las innumerables granjitas y kioscos para adquirir cien gramos de queso barra y cien de mortadela que den algo de sabor a panes gigantes o gruesas prepizzas.

   A pesar del frío invernal, por la noche los chicos se siguen juntando en grupos en medio de la calle, y en ocasiones, al calor de una fogata. Es que ningún hogar cuenta con espacio suficiente para reuniones. Y a nadie le sobran los muebles. He visto caravanas de familias trasladándose a pie por la calle, para visitar parientes o amigos próximos, cargando cada uno con su silla o reposera.

   Es definitivamente normal en mi barrio el zanjar los pleitos a puñetazo limpio, a juzgar los inexpresivos semblantes de chicos y chicas que observan en rueda duras peleas de sus propios amigos, con las manos en los bolsillos, y mascando chicle.

   Esta ley del garrote y del colmillo a veces llega a extremos insólitos. Lo supe cuando combiné con Don Chicho, mi vecino de enfrente, cartonero y albañil, para derribar el poste de luz que molestaba el ingreso a mi terreno. Acordamos realizar la acción en forma furtiva a las cinco de la mañana. Llegó con su hijo a las ocho, pero aclarando que me habían llamado a las cuatro : “…es que estuvimos hasta esa hora tomando Fernet, y ya que estábamos despiertos…” Afortunadamente, yo no los había escuchado.

   Traté de “semblantearlo” para determinar si se hallaba lúcido como para realizar la delicada tarea -el pesado poste de cinco metros de altura sostenía algunos cables de alumbrado que tendríamos que colgar de un poste vecino, y debía caer dirigido hacia un único lado, evitando así romper la cerca o aplastarnos-, pero ya el hijo estaba trepando al madero con la sola presión de brazos y piernas. Desde allá arriba desplazó los cables y anudó una soga para que pudiéramos dirigir la caída mientras nos pedía le lanzáramos una llave inglesa. Fue entonces cuando, imprevistamente, Don Chicho, con la herramienta en mano, se marchó a paso rápido, abandonándonos en mitad de la tarea, dejando a su hijo colgado en la cima del poste y a mí absolutamente consternado.

   - ¡Uy! ¡Se acordó del tipo de la vuelta que quiere cagar a trompadas! – me explicó el muchacho a los gritos desde arriba.

   A continuación le pidió a un chico de unos 11 años que nos observaba mientras fumaba cigarrillos, tal vez otro hijo o nieto de Don Chicho, que lo fuera a interceptar antes de que llegara a su destino. Nunca supe si lo consiguió… aunque igual pudimos derribar el poste, ya que la base estaba toda podrida, anidando en ella una decena de víboras de esas de 30 a 40 cm.

   También se dirimen controversias a balazos, que resuenan madrugada por medio, desesperando en ladridos exasperantes, a la impresionante población canina diseminada por las calles y los patios de las casas.

   Hace un par de noches un terrible disparo de bala retumbó desde mi propia vereda, obligándome a mantener una atenta vigilia tratando de discernir cualquier ruido sospechoso durante una hora.

   Si los disparos son profusos, es porque está interviniendo la policía. Fue lo que pasó hace un tiempo, cuando un impresionante ejército de patrulleros esperaba al colectivo 146 en la “punta de línea”, a dos cuadras de mi casa, sabiendo que en él se trasladaba un prófugo armado de una 9 mm. A pesar de la desigualdad de fuerzas, no tuvo ninguna oportunidad y lo acribillaron hasta convertirlo en un colador.

   Tal vez evitando esta violencia nocturna, regresa sólo con el resplandor del amanecer esa muchacha de expresión agotada y raquítica delgadez, cubierta por ropas de prostituta de tugurio barato, taconeando y perdiendo el equilibrio a cada paso, culpa del asfalto húmedo y barroso, mientras sus delgadas pantorrillas crean la ilusión de que van a estallar como un cristal. Tarda bastante en forzar el destartalado portón de la casa de Don Chicho -¿será otra hija? Tiene una familia absolutamente indiscernible cuyos miembros aparecen o desaparecen por temporadas enteras- cuando ladran nuevamente los perros desperdigados entre la chatarra del patio delantero.

Próxima entrega:
Una de vaqueros