lunes, agosto 28, 2006

Una de vaqueros


   Esta mañana no puedo abrir la única ventana de mi casa. Un hermoso caballo pinto pastando tranquilamente contra a pared de afuera, obstruye la abertura.

   Aquel rectángulo vertical transparente matizado de tonos celestes y verdes exteriores, trasluce ahora una masa pilosa de manchas marrones sobre fondo blanco.

   Luego de un instante de perplejidad, paso a revisar mis sondeos estadísticos del barrio.

   Descontando la franja delictiva, la ocupación o mejor dicho, la subocupación por naturaleza de muchos vecinos es el reciclado de basura. Esto motiva una gran población equina. En todos los terrenos baldíos, uno o dos por cuadra, seguro hay un caballo pastando. En el terreno lindero a mi casa conté hasta siete.

   También, por las cercanías, detecté un colocador de herraduras de caballo, oficio que creía extinguido. A las puertas de su galpón de chapa oxidada, en la calle, carros “cartoneros” esperan el “service” antes de la recorrida diaria.

   Los otros días, detuve la mirada unos minutos para lograr entender la siguiente situación. Un caballo bajo el arco de fútbol que yo mismo les construí a los pibes de la canchita, observaba fijamente una pelota distante a unos metros frente a él, dando toda la impresión de estar concentrándose para patearla al otro área o atajar un penal. Luego pude discernir que la escena era casual cuando vi a los pibes descansando a un costado de la cancha.

   Y ayer sucedió una escena propia de la pampa campera e indómita, pero al otro lado de mi tejido de alambre. Un caballo encabritado dando respingos y corcovos era perseguido por dos hombres. Uno trataba de acorralarlo por delante mientras el otro revoleaba y lanzaba un lazo en sucesivos intentos hasta que lograron aprisionarlo y domarlo. Otros caballos mas cautos, se dispersaron para evitar ser dañados por el entrevero, ganando algunos el asfalto, desde donde observaron “la pialada” con mejor panorámica y mas tranquilidad.

   Pero el caballo, para algunos, es un lujo inaccesible. Varios son los carros que surcan el barrio movidos a tracción humana. Uno de ellos es el vendedor de “Todo” de los domingos. “Todo” cuelga de su carro y “Todo” ofrece desde un grabador y altoparlante. Curitas, abrelatas, escobas, tijeras, toallas femeninas, ollas, radios, relojes, radio relojes...

   Mi vecina de enfrente, la señora de Don Chicho, espanto de mujer y seguro motivo del alcoholismo de éste, alterna sus propios ataques de delirium tremens, en los que se le da por insultar a los pobres perros, con salidas portando su carrito de supermercado. No lo deja ni cuando va a la esquina a comprar cigarrillos. Siempre algo encuentra y algo carga. Un pedazo de chapa, un listón de madera, todo sirve para acrecentar el depósito de chatarra de su casa. A veces cruza furiosa insultando y persiguiendo a sus propios nietos, que corren por el asfalto pasándose el carro entre ellos.

   También el viejito vendedor de huevos empuja el carro con sus brazos. No hay mañana, sea fría, calurosa o de lluvia, que no pase cantando bajito: “Llegaron los huevos. Están se...” y súbitamente alzando la voz “¡¡...leccionados los huevooooos!!”

   Una vez, charlando con él, intenté sugerirle la contrariedad de su anuncio que al dejar oír sólo la parte final de la oración, lógicamente, daba a entender en negativo marketing, vendía huevos “lesionados”, pero me miró como si yo estuviera loco de remate.

   Aunque tal vez esté algo falto de razón, pienso, en tanto veo este caballo obstruyendo mi ventana. ¿Qué hago? ¡Qué sé yo...! Le tomo una foto...

Próxima entrega:
Gómez Delivery II - El Regreso