domingo, enero 15, 2006

La suerte me acompaña

   No podía entender cómo las flatulencias de una perra tan pequeñita como la mía podían invadir mi casa tan completamente y sin dejar espacios respirables.
   La única explicación posible era el reducido tamaño de mi morada.
   Este problema me estaba agobiando un tanto, ya que la única circulación posible dentro de ella era rodando horizontalmente de un lado a otro de la cama.
   Más preocupado aún estaba cuando llegué con una máquina de coser usada."¿Dónde la ubico?", pensaba esa mañana, pero por suerte mentes solidarias con la misma preocupación habían entrado a mi casa encargándose de hacerme lugar llevándose los objetos frívolos e innecesarios.
   Ahora puedo escuchar perfectamente los ladridos de los 40 perros de enfrente, gracias a la pureza de mi sonido ambiente, antes contaminado por aquel equipo de música, del que ya era casi un adicto. También me molestaba la dependencia de la hora y el celular. Debieron haberlo sabido de algún modo porque se llevaron el radio reloj y el cargador del celular. ¿Y para qué quería esa caja boba de 8 pulgadas en blanco y negro?¿Para desinformarme con "De 12 a 14"? Ahora puedo disponer libremente de toda la parte superior del lavarropas, y colocar sobre él nuevos elementos.
   Cual horizontes de bonanza, nuevos espacios se abrieron para mí.
   ¿Para qué quiere uno un molesto ventilador teniendo temperaturas de 40°C. bajo un apretado cielo de chapa? Justamente, viniendo al caso, no hace mas de unos 4 años creo haber leído un informe sobre la importancia de dejar que las glándulas sudoríparas funcionen libremente. Y eso es lo que hago ahora, mientras me cebo mate desde la pava, como Dios manda, porque también se llevaron el termo.
   Pronto seré todo un atleta. La pérdida de la amoladora me dispondrá para cortar los caños y enrejar todas las aberturas con la fuerza de mis propios brazos. Esto se sumará al ejercicio de las largas caminatas que realizo desde que me chocaron el auto, hace ya casi un mes.
   Lo único que me molesta es el tiempo perdido en horas de ómnibus, pero sólo por esa condición natural de eterno argentino pesimista que de algo uno siempre se tiene que quejar.
   El peluquero de enfrente, mientras me corta el pelo, me asegura que los sustractores pertenecen a la manzana de atrás, también minada de "pasillos", como todo el barrio.
   Estos son "corredores" internos de casas apretadas como nichos, y tan hacinadas que los chicos atinan a buscar su "lugar de esparcimiento" sentándose en grupos sobre el mismo asfalto caliente de las calles.
   Me tranquiliza su aseveración. En algún momento dudé de los chicos de mi vecino "pasillo", los usuarios de la canchita de fútbol y del flamante arco de caño que les hice para Navidad. Ese fue un gran día. Ellos mismos lo pintaron de blanco y lo resguardan desclavándolo todos los días después de jugar sus picados.
   Cuando uno charla con el peluquero, por la imposibilidad de hacerlo cara a cara, lo normal es que las miradas se dirijan al espejo como intermediario. Uno mira al estilista a través del espejo y éste a uno por el mismo reflejo. Primero pensé que mi peluquero miraba al vacío. Ahora, luego de media hora de corte y conversación, entiendo que él se mira a sí mismo. Si. La misma manía de mi hija de 7 años.
Apenas sí controla la marcha de mi cuero cabelludo, por estar observando sus propios gestos. Incluso abandona cada tanto las tijeras para practicar poses con los brazos en jarras o cruzados, con las piernas abiertas o juntas, y alargar sílabas como "¡Nooooo!", "¡Claaaaaaro!" Y ensayar expresiones de enojo, sorpresa, interrogación o suspicacia, siempre mirándose al espejo. A mi hija la comprendo. Ella estudia su propia exteriorización hacia el mundo, pero este cincuentón...
   Afuera llovizna, y llegan los ecos de una cumbia lejana, tal vez procedentes de mi propio equipo de música...

Próxima entrega:
Si de decir algo se trata