jueves, noviembre 22, 2007

De daños, maldiciones y "ojeaduras



   Luego de la voladura del techo, gente preocupada me llama tras cualquier lluvia o chaparrón para saber si estoy bien, si sobreviví. También recibo mensajes preventivos del tipo de: “¡Ojo! Hoy, alerta meteorológico: se anuncian posible granizo y fuertes vientos…”

   Cierta inquietud latente a partir de todas las cosas que me pasaron y resabios de miedo, me llevan a indagar sobre las rachas y la mala suerte. Una amiga antropóloga me asegura que profesores, universitarios, e incluso ella misma, colocan en el congelador de la heladera vasitos con agua y, en éstos, el nombre de alguna persona escrito en un papel.

   - Así congelás a la persona que vos creés te está deseando algún mal, o te tira mala onda…- y aclara: -…es por lo de la fuerza psicológica de lo simbólico…- Concluyo en que eso es una simple superstición justificada con una intelectualización muy burda.

   Escribo el nombre de mi ex-esposa en un papel, y lo coloco en un vaso con agua adentro del congelador. Siento que estoy siendo muy injusto con ella: escribo su nombre en varios papeles. Todos siguen el mismo camino.

   La cuestión de las maldiciones y los daños me lleva a hablar con un vecino que suele tomar cerveza en la puerta de la granja. A sus espaldas se viene aproximando uno de los tantos grupos de predicadores que pululan por el barrio los domingos de mañana. Éste está formado por cinco chicas, todas con su clásico e insulso atavío: vincha o colita sujetando la cabellera, camisa de botones prendida hasta el cuello, pollera negra horrendamente larga y cuadrada. Se las ve ansiosas por evangelizar ovejas descarriadas.

   - Fijate que a mí, mi ex-suegra me hizo un embrujo- comienza a comentar mi vecino- Después que me separé, me junté con una pendeja ¡que estaba rebuena!- va alzando la voz entusiasmado. Las chicas ya están casi sobre nosotros- ¡¿Y sabés una cosa?!- ahora ya lanzando un alarido de guerra-: ¡¡¡No se me paraba!!!”- Las chicas desvían abruptamente hacia la vereda de enfrente exorcizando los oídos con sus “¡Ay, Jesús!” y “¡Dios lo ampare!”. Comprensivo, me animo a teorizar:

   - ¡Lo que pasa es que uno coge con la cabeza!- Se repiten los “¡Pero Jesús!” y “¡Dios me guarde!”. Mi vecino asegura que nunca antes le había pasado algo así e insiste en culpar a la madre de la ex-mujer, la “bruja”, como la causante del daño. Y me cuenta que, finalmente, tan sólo invocando a su virilidad comprobada, logró vencer la impotencia, en apenas unos meses.

   El mecánico, mientras me cambia unas bujías, también se entusiasma con el tema de “las brujas” apenas lo menciono.

   - Mirá, yo no creía -me cuenta– pero mi novia fue a consultar con una vidente, y la guacha le predijo que yo iba a tener un problema en el aparato digestivo. ¡¿Y sabés qué…?!- hizo un silencio buscando impactarme. Los empleados y clientes del taller se interesan por la historia y nos observan atentamente - ¡A los tres meses tuve un edema en un absceso perianal!- Aunque me lo estoy imaginando, aclara con un sonoro lamento- “¡Ay, hermano! ¡¡¡Lo que me hizo llorar ese forúnculo hijo de puta que tenía adentro del orto!!!.

   Sí que logró impresionarme.

martes, noviembre 20, 2007

No pasó nada



   En estos últimos meses no escribí porque realmente no pasó nada digno de destacar.

   Luego de los robos contraté a un muchacho de la vecindad, Isaac, para que durmiera en casa cada vez que yo me ausentase. Comencé también a enseñarle el oficio de cortar cuero, pero el tipo no avanzaba. En mi barrio no hay intermedios. El que no es choro, es evangelista. Esto último es Isaac. Aún así tuve un problema con él. Durante tres o cuatro meses me llegaron facturas de teléfono con sumas siderales. Para cuando descubrí que Isaac hablaba a celulares de “chicas de la Iglesia” durante horas, el pelotudo ya me había convertido en un moroso de Telecom.

   -¡Les hubieras dicho directamente que vinieran a charlar y cebarte mate a mi casa! ¡Me habría salido más barato! - le sugerí, recaliente - ¡Perdí menos plata cuando me robaron! - Traté de hacerlo razonar: -¡¿Sabés que una hora de llamada a un celular es el equivalente de lo que gano durante dos jornadas completas de dar clases?! - Y hasta busqué provocarlo: - ¡Y al final, tanto hablar, tanto hablar, al menos, ¿te pudiste coger alguna?!

   Pagué las cuentas, y lo seguí contratando para cuidar la casa. No puedo correr riesgos. Cada vez que viajo, me llevo el teléfono.

   Con respecto a mi casa, una sola palabra resume todo lo vivido en los últimos meses:frío.

   El mes que tardé en colocar los vidrios directamente fue insoportable. Nunca logré calefaccionar este prisma de seis metros de altura. Traté de cerrar con lunas un sector donde duermo, cocino y trabajo, pero no fue suficiente.

   Como soporto menos al frío que al ridículo, compré una bolsa de agua caliente y un gorro cholo peruano. Creía que además me daba un aire a Manu Chao, pero me dijeron que me parecía al Chavo del 8.


   Por las mañanas salía de mi casa ansioso por recibir el calor del sol y quitarme los abrigos que tenía encima. La solución final fue armar la carpa iglú y meterme adentro con la estufa eléctrica. Durante dos meses estuve de campamento en mi propia casa. Ver televisión desde la carpa hasta el aparato que estaba tan alto, allá arriba, sobre la heladera, me provocó contracturas en el cuello.

   Desarmé la carpa con la llegada de la primavera. Además, la necesitaba para mi trabajo en los encuentros de motos.

   Le comenté a un amigo que hacía tanto frío en Rosario porque yo aún no colocaba los vidrios en mi casa. Me contestó con algo de desprecio: “¡qué egocéntrico!”. Otra amiga se sinceró: “¿por qué te gusta hacerte el pobrecito, el que le pasa de todo?”

   Ambos me hicieron reflexionar sobre mí mismo. No me sentía muy dignificado con tales apreciaciones. Decidí no hacerme más el eterno derrotado ni andar comentando desgracias personales. Aunque se vuele el techo de mi casa.

   Estaba en esos pensamientos cuando se voló el techo de mi casa.

   Presiento la tormenta y salgo rápido de mi casa para cerrar las ventanillas del auto. Ya está lloviendo y el viento produce un silbido a unos decibeles que nunca antes sentí en mi vida. Logro cerrar una de las ventanillas, la del acompañante. Pero la del conductor es un incordio. No funciona el levanta vidrios. ¿Cuándo podré arreglarlo? Cae un impresionante bloque de cemento y ladrillos tremendo sobre el capó abollándolo al medio, y otro sobre la ventanilla que acabo de cerrar segundos antes, destruyendo el vidrio y la puerta completa. Un tercero, más pequeño, rompe el espejo retrovisor lateral a 30 centímetros de mi cara. Todo en simultáneo hace temblar el auto y dejarme pasmado de sorpresa.

   “¡Qué piña rara!” me dijo un hombre tiempo después, mientras observaba perplejo el capó del auto hundido al medio en forma semejante a la de un libro abierto, tratando de adivinar qué accidente podía haber generado tal abolladura. Los tres espejos retrovisores de un vehículo son importantes para el conductor que se precie de tal. El del medio, interno, y los dos laterales, externos. Siempre pensé que para prevenir accidentes es fundamental saber qué pasa, quien viene atrás del auto, tanto o más que lo que se ve por delante. Estoy tan acostumbrado a controlar constantemente mis espaldas a través de los espejos que la ausencia de uno me provoca mucha inseguridad en el manejo. También son útiles para apreciar los culos de las mujeres.

   Algún reflejo me hace girar hacia la derecha. A unos 30 metros, una aparición extraña al baldío, esa masa de hierros y chapas retorcidos, me sugiere lo peor. Bajo la lluvia torrencial, dudando aún de lo ocurrido, o sin poder creerlo, corro a mi casa sintiendo cierto retemblar en las rodillas hasta comprobar, efectivamente, que todo el interior está a cielo abierto. Pienso que estoy perdido. Ahora, de verdad, no salgo de esta. Tal vez se derrumbe alguna pared. Una alumnita del taller de arte usó esta figura: ¿pero cómo, tu casa quedó así, como un patio…?

   Todo se está mojando y es movido por el viento. Desconecto la luz y cubro con lonas lo que puedo. El teléfono fijo está empapado y no tiene tono. “La entrada mas barata para el recital de Milton Nascimento sale 50 pesos” me avisa una amiga en un mensaje de texto al celular. Le contesto que se me voló el techo, y que llame a Defensa Civil. Adentro también caen unos cascotes impresionantes. La puerta de hierro de la entrada y la bicicleta están destruidas por los impactos recibidos.

   Siempre buscando payasear para escuchar la risa de mi hija se me había ocurrido que podría aprender a andar de una vez por todas en bicicleta mientras mi hija, que ya había aprendido, se divertía viéndome. Por eso compré una hace un tiempo. En línea recta, había alcanzado a trasladarme unas cuantas cuadras. Aún perdía el equilibrio al doblar las curvas.

   Me refugio bajo unas maderas en un rincón y estudio desde allí qué es lo que puedo tapar con lonas para proteger del aguacero. Me trepo a la planta alta y camino haciendo equilibrio sobre las vigas mojadas. Por eso resbalo alcanzando a colgarme con los brazos antes de caer de lleno al vacío. Vuelvo al refugio con una pierna golpeada.

   En un vernissage me preguntaron por el valor y el precio en la obra de arte. Lo primero, contesté, lo otorgan las interpretaciones de los espectadores en las generaciones sucesivas. “El precio no existe, es una trampa del capitalismo”. Qué suerte que pienso eso, porque no pude evitar que se mojen y dañen obras fotográficas, grabados y esculturas.

   Todo el piso ya está cubierto por unos cinco centímetros de agua. Con tanta humedad, la caja de electricidad se vuelve peligrosa. A oscuras, controlo que esté resguardada convenientemente. Arriba de las vigas hay algunos muebles y objetos. Los puedo ver porque aún no está colocado el entrepiso. El ropero se balancea por sobre mi cabeza, con las puertas abiertas aleteando y mojándose todo su interior. Da la impresión que va a ser derribado en cualquier momento.

   Luego del fallecimiento de la mamá de un amigo, éste me ofreció los muebles de la difunta que yo necesitara. Por mi necesidad de espacio, elegí una cama, tan chiquitita como la querida Doña Luisa. Así pude prescindir del sommier para darle lugar a la hormigonera del albañil. También el ropero, siempre y cuando le eliminásemos las patas, se volvía óptimo para la ubicación que proyecté y para el traslado. Tal vez sea una boludez pero, aunque lo disimulé, no pude evitar sentirme mal, casi una porquería cuando, con mi amigo, le serruchamos las patas al mueble en la misma casa de su antigua dueña. Siempre tuve feeling con las abuelas y ancianas. Todas terminan creyendo que soy un “buen muchacho” incluso antes de que yo abra la boca. También sintonizo con los chicos. A veces pienso que nací muy tarde o muy temprano.

   Deja de llover. Un vecino preocupado llama a la puerta. No sé qué tiene mi aspecto pero me pregunta si el dueño de casa se encuentra bien. “Soy yo” le digo, y sólo entonces me reconoce. El y otro muchacho me ayudan a destornillar las chapas, y trasladarlas desde el baldío hacia mi casa. Hay una calma asombrosa. Jóvenes caminan hacia los boliches. En el almacén, mientras yo busco algo seco, fósforos, velas, la gente compra prepizzas y cerveza. La señora de la granja me reitera por enésima vez que a mí me hicieron algún mal y que consulte con alguna curandera o, por lo menos, crea en Dios.

   Una amante cortó nuestro vínculo repentinamente y se convirtió en ferviente evangelista, como mi exesposa. “¡Dios me va a conseguir algo mejor que vos!” me enrostró. “¡Pero eso es fácil!” le contesté. “¡No necesitabas recurrir a semejante socio!”

   Logro comunicarme con Marcos Antonio, el albañil peruano. Se sabe responsable de lo sucedido y se compromete a recolocar el techo al día siguiente.

   Me acuerdo que antes de la tormenta me estaba engripando. Ahora, tengo bronquitis y la garganta inflamada.Pero las ropas que llevo puestas y la de los estantes están empapadas, al igual que el colchón y las frazadas. Al fin encuentro seco un pantalón negro de corderoy. Amo a este pantalón.

   Trabajo enderezando chapas hasta las tres de la mañana. Agotado, me recuesto sobre un tablón adentro de la bolsa de dormir. La sensación de desamparo que me provoca ver el cielo y todo lo vivido me retuerce los nervios. Se ven algunas estrellas. Ruego que no vuelva a llover. No puedo dormir.

   Varios días después de la voladura del techo me seguía sintiendo nervioso, pero estaba más relacionado al pánico que me atacó con efecto retardado en tanto fui comprendiendo lo ocurrido. El techo completo, 40 metros cuadrados en una sola pieza, había pasado exactamente por sobre mi cabeza, volando como una vela de surf, para golpear contra una columna de luz de cemento a 40 metros sobre el baldío, provocando cientos de chispazos y el pánico de los vecinos. Simultáneamente, una lluvia de tremendos bloques de ladrillo y cemento correspondientes al mojinete del techo había caído en mi derredor sin que siquiera me hubiera percatado.

   La certeza de la proximidad de la muerte y el stress de tres días de trabajo continuo me volvieron taciturno. Haciendo las compras, o dando clases, varias veces sentí que me estaba por desmayar. Charlaba con gente, escuchaba radio, y hasta cogía, pero en extrañamiento, como viendo una película, sin sentir que estaba ahí realmente. Dormí siestas de cinco horas y elegía al azar y en cualquier momento, remedios para mis dolencias: antibióticos para la bronquitis, desinflamantes para la tendinitis en la cintura, vino o cerveza para relajarme.

   A las 5 de la mañana me levanto animado por la claridad del alba y unos mates. Comienzo la tarea de devolver las chapas a su forma original. Los martillazos retumban en la madrugada. En el barrio no entienden de polución sonora. Me pudrieron los tímpanos entre cumbias y disparos a cualquier hora. Y en mi situación me siento más que justificado. Que se caguen.

   Haciendo palanca entre dos postes de la cerca con el peso de mi propio cuerpo, y a martillazos, logro enderezar los caños y las cabreadas. A las 9 de la mañana, llega Marcos Antonio. Las chapas y los hierros lucen aceptables. Todas las piezas están recuperadas.

   Como siempre, el Peruano enseguida me cuenta sus peleas con la mujer: “Mi señora es una hija de puta. Se voló la antena de Canal 5 y me cargaba:- “Seguro que también la instalaste vos” me decía la “yegua”.

   Comenzamos la tarea de recolocar las cabreadas, las correas. Soldamos todo al encadenado con paciencia y cuidado. Pongo música. Lo que había en el equipo: Gershwin. Es raro como los sonidos de una orquesta sinfónica siempre otorgan categoría a lo que esté sucediendo en ese instante, aunque se trate de dos tarados a 7 metros de altura atornillando chapas.

   Dos días a pleno sol nos lleva completar la tarea. Justo al medio de mi espalda no alcanzo a ponerme protector solar. Ahí es donde queda marcada una suerte de tatuaje rojo con forma de salamandra cruzada bajo los omóplatos. Me siento tan cansado... Como dije antes, en estos meses no pasó nada, sólo estoy diez años mas viejo.

   A dos semanas de la voladura del techo, vuelvo a subir a reajustar las chapas. Son las ocho de la noche. Desde estas alturas es distinta la sensación de tenderse de espaldas al cielo. Una fina estela blanca de algún avión, corta completamente el firmamento en dos y se desplaza, parejita, sin deformarse, empujada por el viento suave. Me gusta. Estoy casi seguro que soy el único que se percató de su existencia y la siento propia. Uno es dueño de lo que puede disfrutar.