lunes, abril 23, 2007

Brisa


   Pasó mucho tiempo desde que atornillamos las chapas al techo sin construir los mojinetes para amurarlas. Y aún no logro comprar los vidrios para tantos ventanales. Apenas unas lonas plásticas logran cierta intimidad y frenar dificultosamente las lluvias.

   Pero contra el viento no hay nada que hacer. Corrientes de aire se alternan dentro de mi casa para mover papeles, ropas, y todo lo que no tenga considerable peso propio, además de enfriarme la cabeza cuando duermo.

   Es más, creo que los vientos se potencian en el interior de este prisma de 10 x 5 m de base x 6 de altura. El zumbido, el frío, el golpetear de las chapas retumbando en esta caja sonora, todo hace aumentar la impresión ventosa. Al salir a la calle me doy cuenta que realmente no hay tanto viento. Y me abrigo, pero para entrar a mi casa.

   Según desde qué extremo se levanten las chapas del techo puedo adivinar la dirección del viento como si tuviera una veleta.

   Particularmente ahora está soplando un fuerte viento del noreste, y el golpeteo de las chapas, sobre todo hacia el lado frontal de la casa, no me deja charlar con mi hija. A veces, el ruido nos asusta. Finalmente me decido a escalar los 6 metros y medio de altura, parte con una escalera de 5m y haciendo alpinismo libre el resto. Sujeto la chapa floja que aletea con un hierro del ‘8 doblado en "U", y emprendo el descenso satisfecho.

   Pero a la noche el viento proviene del sur. ¡Y qué viento! Las ráfagas provocan una oleada tenue pero estruendosa que levanta en sucesión las diez chapas del techo. Este xilofón desafinado me aturde. Sueño que los Mayumana y los Stomp ensayan sobre mi cabeza. A las cinco de la mañana me levanto desnudo a tratar de fijar la chapa que da al sur, sobre la pared trasera. Debo hacer equilibrio sobre las vigas del entrepiso, dado que no hay piso todavía. Como no llego a la altura del techo me trepo por la ventana de arriba y logro sujetar la chapa con otro gancho de hierro. Ya no puedo seguir durmiendo. Me levanto a trabajar y esperar el amanecer mientras tiemblo por el frío ventoso y por el miedo de no saber si, con tanto embate, aguantarán las cabreadas y los tornillos.

   Me ausento un par de horas en la mañana. Regreso al mediodía con ganas de una siesta antes de ir a dar clases. Imposible. Varios tornillos se aflojaron, el viento aumentó en intensidad y todo el extremo sur del techo se levanta peligrosamente en respuesta a cada ráfaga. Las olas parecen más altas. Otra vez debo levantar la pesada escalera de caño cuadrado y subir al techo cargado de herramientas: llave, pinza, tornillos. El viento acrecienta la sensación de vértigo. Desde arriba las personas y los objetos se ven tan chiquitos y el suelo tan lejano. Por suerte no hay mucho declive como para resbalar en falso. Caen unas gotas de lluvia.

   Los primeros instantes me muevo sobre el techo gateando o arrastrando la cola. Con la desesperación me incorporo y acostumbro a caminar buscando con la memoria las partes donde creo pasan las vigas por abajo. Ajusto varios tornillos, pero me doy cuenta que el constante movimiento en olas de las chapas los aflojará nuevamente. No queda otra: subir pesados ladrillos bloque.

   Cargarlos de a uno por la escalera no es problema. Pero en la cima debo pasarlos por sobre mi cabeza hasta apoyarlos en lugar seguro utilizando ambas manos, sin agarrarme a ningún lado. Algunos descargan tierra sobre mis ojos en la maniobra. Ahora camino sobre el techo contra el viento, y con los ojos llorosos. Apoyo varios ladrillos sobre cada chapa. Me estoy resfriando. Pero tanto tornillo y ladrillo debería resultar. Nunca lo podré comprobar. A la hora, cuando termino toda la acción, el viento calma.